En primer lugar, detectamos una situación incómoda o amenazante en la realidad. A esto se le llama alarma de reacción. Nuestro sistema despierta y las hormonas se liberan para activar los sentidos, acelerar el pulso, profundizar la respiración y tensar los músculos. Esta respuesta o reacción de lucha o huida es necesaria e importante, porque nos ayuda a defendernos contra muy diversas dificultades. Finalmente se da la fase de recuperación, en el que nuestro sistema descansa y recupera el equilibrio. Fisiológicamente se involucran casi todos los órganos y funciones del cuerpo, incluyendo cerebro, nervios, corazón, flujo de sangre, hormonas, digestión y músculos.
En condiciones apropiadas (si estamos en medio de un incendio, nos ataca una fiera, o un vehículo está a punto de atropellarnos), los cambios provocados resultan muy convenientes, pues nos preparan de manera instantánea para responder oportunamente y poner nuestra vida a salvo. Los episodios cortos o infrecuentes de estrés representan poco riesgo. Pero cuando las situaciones estresantes ocurren sin resolución y no se toma el adecuado tiempo de recuperación, el cuerpo permanece en un estado constante de alerta; esto aumenta la tasa de desgaste fisiológico que conlleva a la fatiga o el daño físico, y la capacidad del cuerpo para recuperarse y defenderse se puede ver seriamente comprometida.
Si la situación persiste, la fatiga resultante será nociva para la salud general del individuo. El estrés puede estimular un exceso de ácido estomacal, lo cual dará origen una úlcera. O puede contraer arterias ya dañadas, aumentando la presión y precipitando una angina o un paro cardiaco. Así mismo, el estrés puede provocar una pérdida o un aumento del apetito con la consecuente variación de peso en la persona.